Saturday, August 12, 2006

POR LA VIDA VAGA SOLO UN CORAZÓN

POR HÉCTOR CRUZ

Las hamburguesas deben haberme gustado, prácticamente, desde que me salieron los primeros dientes. Fueron un agente condicionante en mi vida gracias a ese invento gringo que es la Cajita Feliz. Producto del método premio-castigo con que me educaron mis padres, muy pronto me di cuenta que podría hacerme de una, cada semana, si obtenía buenas notas. Además de la hamburguesa, lo que más disfrutaba esos sábados eran las papas fritas, la catsup mezclada con mostaza y trasladarme por unos tubos de plástico, sólo para niños, cual hámster en su jaula.

Ya en mi adolescencia, procuraba que mis reuniones amorosas se llevaran a cabo en cualquiera de los establecimientos trasnacionales expendedores de este tipo de comida rápida. Las mujeres con las que salí -que sólo fueron dos- se desesperaron, ambas, en la primer cita porque prefería comer a ver las películas del momento, ir al boliche, o a las fiestas. No entendían que no tenía amigos, ni mi obsesión por querer descifrar los ingredientes con que mezclaban la carne molida de mis burgers. Una, de plano, me llamó cerdo repugnante cuando, después de comerme cinco Quarter Pounder, pedí otras tres para llevar. Quizá quería un Mac Trío para ella.

Mi cuerpo, poco a poco, acumulaba la grasa de las hamburguesas y la sabiduría de la soledad. No es que huyera de mis compañeros por sentirme acomplejado a causa de mi voluminoso cuerpo: ellos no me querían cerca.

Descubrí que no puede haber mejor mezcla que hamburguesas y buen cine cuando transmitieron toda la saga de Rocky por HBO y devoré trece Whopper dobles. Esa noche también me di cuenta que mis glúteos y espalda cada vez se llenaban de más granos -volcancitos- de grasa.

Cuando entré a la universidad, para estudiar ingeniería, supe que los arquitectos que diseñaron los baños y los pupitres no tomaban en cuenta a la gente como yo, es decir, con algo de sobrepeso. Pesaba 120 kilos para mi 1.60m de estatura. Las mujeres me evitaban, según me dijo la sicóloga del campus, por mi mal aliento y desproporcionado cuerpo. Ninguna se creía aquello de lo importante son los sentimientos.

Muy pronto -no aguanté el desdén mi generación- dejé la escuela y mi madre me consiguió trabajo con un amigo suyo como gerente de un banco. Odiaba tanto al personal a mi cargo -siempre con susurros y chistes sobre mi lesa humanidad- como disfrutaba salir a comer. Bien dicen que Dios aprieta pero no ahorca: enfrente de la sucursal había un Burger King.

Asistí a él para saciar mi apetito de lunes a viernes de 14:00 a 16:00 horas -sin incluir días festivos ni vacaciones- durante casi tres años. El motivo, además de las hamburguesas, fue una adolescente muy parecida a Britney Spears, que laboraba allí. Yo que había pasado más de 15 mil horas de mi vida en establecimientos como éste y de haber tratado con más de un millar de sus empleados, nunca había oído a nadie decirme tan dulcemente: Le atiende Atenas. ¿Con papas fritas y refresco grandes por cinco pesos más? Recibo cien. ¿Desea catsup para sus papas? Buen provecho.

Llegaba a mi oficina con la única esperanza de que dieran las dos de la tarde. Invertía mucho tiempo en imaginar que mi diosa griega estaría en una de las cajas, que era donde le podría preguntar sobre los productos y escuchar más tiempo su delicada voz. Sólo martes y jueves ocurría el milagro.

El primer día de la semana siempre era Lunes negro: le tocaba preparar hamburguesas en la parte trasera, por lo que a veces, si tenía un poco de suerte, podía ver su mirada fijada en el pan o la carne y sus manos moviéndose con singular destreza.

Los viernes eran impredecibles: o freía patatas y les agregaba sal, que por lo demás esas jornadas eran cuando mejor sabían, o limpiaba las mesas. No era un día tan malo. Aún así, detesté con verdadero rencor los sistemas de división de roles de trabajo de las “organizaciones modernas”.

Creí que había interés de Atenas por mí. Se me figuraba que ponía más papas o pepinillos de los normales en mi comida o que me daba la mejor carne en la hamburguesa. Le empecé a escribir poemas en alguna servilleta y la dejaba sobre mi mesa antes de irme por si otro empleado la encontraba y la entregaba a su destinataria y, por lo tanto, mi musa. Nunca supe si ocurrió.

Todas las noches pensaba que muy pronto Atenas estaría a mi lado. Tendríamos dos niños, un auto, tres televisores, DVD y PlayStation. Mi vida sería completa como los paquetes que incluyen papas y refresco grandes por el mismo precio. Yo sabía que sólo era cuestión de armarme de valor y expresar mis sentimientos. La sacaría de trabajar y ella podría seguir en la preparatoria. Nunca más sabríamos de carencias.
Pero un día ocurrió. Llegué como de costumbre, pedí mi comida. Ella estaba friendo patatas. Me senté a despachar mi alimento en un lugar estratégico donde podría observarla. Entonces llegaron ellos. Se escucharon estruendos. Balearon a dos tipos que estaban sentados en una mesa por el mostrador. Atenas estaba cerca y le tocaron algunos proyectiles de la contundente ráfaga. Murió al instante. Yo me acerqué, me hinqué con mucho esfuerzo y le dije te amo. No creo que me haya escuchado.

Los policías y los de la Cruz Roja, primero, y después los del forense, batallaron para arrancármela de las manos. Lloré como un chamaco algunas noches siguientes mientras observaba mi colección infantil de juguetes de McDolnald’s. Me deshice de ellos, uno por uno, vía el excusado. No puedo ver una hamburguesa sin acordarme de Atenas y soltar el llanto. Creo que intentaré las pizzas.

Marzo o abril de 2002

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