Sunday, August 05, 2007

Depresión post viaje a la Copa América

Regresé a México de Venezuela con infinidad de historias por contar. Tal vez me he vuelto insoportable hablando tanto como un perdido cuando lo encuentran. Pero en mi computadora empecé a escribir una carta que dejé inconclusa en Maracaibo después de escuchar a Lisa por el teléfono; y después de hablar con ella ayer ya aquí, creí que era necesario ponerle punto final a mi depresión post viaje con este relato.

Me pasó, como es costumbre, que cuando he viajado a otra latitud que no es la mía, siempre recibo recomendaciones, que más bien diría tienen un matiz de prohibiciones: “no camines por tal lugar, no tomes taxis de la calle, ten cuidado con la computadora, no pongas todo el dinero en la cartera, esconde la cámara, cuídate mucho, ten cuidado en el metro, no salgas solo de noche”, entre otras tantas.

Y aunque a mi regreso a esta ciudad me he dado cuenta que la inseguridad ha vuelto a tomar importancia, como en todas las grandes capitales, mucho más en estas de subdesarrollo, me pongo a pensar todo lo que nos perdemos de la vida, cuanta gente dejamos de conocer, cuantos rincones dejamos de visitar, por este miedo que realmente es terrible.

En Maracaibo, donde pasé el mayor número de mis días en Venezuela, parecía que las personas tenían una consigna contra mí. Sentía que era algo personal como los gritos contra al gobierno de Chávez en los estadios. Todo el tiempo me advirtieron que el hotel donde dormí los primeros cuatro días (por la falta de infraestructura los hoteles de paso fueron habilitados por el comité organizador como hoteles de tres estrellas) era muy peligroso y que para salir de ahí sólo debía llamar a una línea de taxis autorizados. También me recalcaron que no siempre se animarían a ir a recogerme porque era una zona muy peligrosa.

En el centro de prensa las palabras fueron casi las mismas: “¿En que hotel te estás quedando? ¿Ahí? ¿Cómo? Pero ahí se meten los guajiros y han pasado muchas cosas…. Es cierto que con tanta palabrería admito que sentí mucho miedo. Por la madrugada que regresaba al hotel, que no era un hotel sino un contenedor dividido por tabla roca, lo primero que deseaba al abrir la chapa chafa, era que siguiera ahí mi maleta. (Por cierto se han puesto a pensar porque la maleta significa tanto en un viaje, ¿a poco no es como un pedazo del hogar?).

Por otra parte, me pareció lo más incoherente que el Comité Organizador recomendó hablar al sitio de taxis que se registró en una lista de seguridad para la prensa internacional y ellos mismos pusieron en su lista de hotelería recomendada un hotel de pésimas condiciones que es popularmente conocido como un lugar de novios. En fin, el surrealismo latinoamericano, diría Lisa.

Pero bien unos y otros amigos me advirtieron que fuera aún más discreto con mi computadora, que cuando caminara por las calles escondiera mi acreditación porque era como si trajera precio en dólares. No se equivocaban en mi mochila traía los viáticos de los 24 días y una computadora, algo que escasea por aquellos lugares.

Por dentro siempre me causó conflicto la inseguridad y la duda de pensar que era tan inseguro estar en un hotel, donde la cerradura se abría con un pasador, que en la calle, donde las armas de la guerrilla colombiana también circulan debido a la cercanía de la frontera.

Todo esto, agregado a lo que le sucedió a la bolsa de Lisa y el intento de robo al coche de Adrián, y demás situaciones existentes, me ponen a pensar que la inseguridad es el peor de los miedos, que la pobreza, la marginalidad, la demagogia de los políticos, el consumo masivo de drogas y la disponibilidad de armas de todo calibre han hecho de nuestras ciudades zonas de riesgo. Aquí nos tocó vivir.

Como periodista es difícil pensar todo esto, porque cada vez que uno viaja, la mezcla entre inseguridad real y paranoia general, nos empuja lejos de la gente. Nos expulsa de las calles y de las plazas, nos enclaustra en los hoteles; nos baja de autobuses y nos sube en vehículos “autorizados”. Tantas precauciones según las reglas de prevención, nos ayudan, pero tanto miedo, nos aísla.

Debería decir que la mayor pregunta después de este viaje es: ¿cuántas experiencias perdí por haber desconfiado hasta de mi propia sombra en los primeros días? Porque después, hubo una persona que cambió todo. Fue Hildemaro quien me acercó de nuevo a la gente y de ahí me enamoramiento a la Copa América.

Uno de los días debía ir al entrenamiento de la selección argentina en un predio llamado La Estancia, aproximadamente a unos 30 kilómetros del centro de prensa. Era tarde, como siempre para mi, entonces debía tomar un taxi para llegar sino sería imposible ver practicar a ese enano llamado Messi.

Fue la primera vez dije no a un taxi “autorizado” porque en primera se tardaban 30 minutos en llegar y yo llevaba el mismo tiempo de retraso. En segunda porque me gusta pensar que la historia de la humanidad se compone de sucesivas herejías, heterodoxias, rebeldías, vanguardias y manzanas envenenadas, que se convirtieron en libertad.

Así decidí salir a la calle, arriesgarme y parar un taxi en la esquina. Se paró un carro más viejo que el diablo, pero el primer pensamiento fue un recuerdo de la infancia, pues mi abuelo tenía un Chevy Nova 73. Para ser sinceros el de mi abuelo nunca llegó a convertirse en la antigüedad, porque hace al menos 17 años que dejó de circular.

La lata, alcanzaba apenas los 50 kilómetros por hora en las bajadas de los cuatro puentes que tiene todo Maracaibo. En este último enunciado debo decir que fui exagerado, tanto como lo barata que es la gasolina. 87 bolívares por litro, menos de un peso mexicano.

Se me olvidó acotar que Hildemaro es uno de esos taxistas que tienen más historias que Shakespeare. A él le pedí de favor que si en el camino podíamos parar por algo de comer, algo rápido que pudiera ir degustando en su auto. Me dio sugerencias, aunque sacó el Chávez que todos los venezolanos llevan dentro y él escogió. Al final quería que probara las mejores arepas, pero yo contagiado por la rebeldía de ese día, escogí cachapas.

En el trayecto, mientras yo degustaba ese platillo tan extraño, pero tan conocido que se parece a una torta, Hildemaro me empezó a relatar su última experiencia con una señora marabina que lo había parado unos meses atrás.

Según el guión de Hildemaro, la actriz de la película se subió y pidió un viaje sin destino fijo. En medio del trayecto comenzó a llorar… Hilde, preocupado por su pasajera, preguntó si podía ayudar. Fue ahí cuando le reveló que 30 años atrás dejó el país bolivariano para emprender el sueño americano.

En todo el camino, ante la lentitud del auto, observaba asombrada por la ventana, que si subía ya no bajaba y viceversa, que la ciudad que dejó 30 veranos atrás, no era la misma. Lo único parecido era ese calor infernal de 39 grados centígrados.

Animada ya por la calidez de Hildemaro. Algo natural por la amabilidad que tiene en la cara ese señor. La señora decidió pedirle a su confidente que la llevara a un viejo restaurante de su infancia donde hacían las mejores arepas, patacones, cachapas y todos esos platillos venezolanos, por cierto muy grasosos.

Luego del almuerzo, apeló a la sabiduría de su Virgilio para que la guiara hasta la vereda del lago, ese sitio donde el agua se confunde con el petróleo, pero ante todo es un buen lugar para contemplar la belleza del agua que siempre será relajante.

Tras la acuaterapia y con el estómago lleno de arepas y vacío de nostalgia, la regresó al Hotel de Lago, uno de los dos hoteles cinco estrellas que existen en Maracaibo, para ponerle fin al guión.

Entendí que ésta, una de tantas historias que me contó William Hildemaro, era simplemente muy rica para resumir la tragedia del exilio, algo que ya muchos están pensando ante tanta inseguridad. Entendí que esas historias sólo las encuentra uno en un coche destartalado, parado en una esquina elegida por el azar y con el tiempo suficientemente para permitirle al mejor cuenta cuentos cumplir las reglas de la literatura: introducción, nudo y desenlace.

Por eso, después de estos días pienso que la inseguridad tiene un precio muy alto, nuestro dinero, nuestra integridad física, nuestro esfuerzo, hasta nuestra vida, pero sobre todo nuestra libertad y el miedo a todos los que nos rodean.

Historias como las de Hildemaro, su sabiduría y amor para relatarlas y la buena vibra que da a cada uno de los aventureros que se arriesga a romper la barrera del miedo, es el precio que pagamos cuando nos sentimos secuestrados por ese sentimiento que nos hace sentir que cualquier prójimo puede ser nuestro enemigo.

Raúl Vilchis
PERIODISTA

0 Comments:

Post a Comment

<< Home