Una posdata y una canción
Roberto Castañeda
"Estoy tratando de decirte que/ me desespero de esperarte,/ que no salgo a buscarte porque sé/ que corro el riesgo de encontrarte,/ que me sigo mordiendo las uñas del rencor,/ que te digo debiendo todavía/ una canción de amor", me escribió Jacqueline en una nota de despedida. Y yo sabía de qué se trataba. Era una de sus canciones favoritas y la conocimos con Los Rodríguez, pero después supimos que la habían escrito con Joaquín Sabina. Aquella noche que llegué a casa noté de inmediato su ausencia, pues aunque las luces estaban encendidas, no se percibía el aroma a cigarro. Ella sólo se llevó la ropa y su guitarra. "Después vengo por lo demás", advertía en una posdata. Los adioses siempre sabrán a cenizas y ron. Así que me serví un trago, me senté frente a la ventana y maldije los silencios que se agazaparon tras mi espalda. Jacqueline ya me había advertido que un buen día se largaría, "pero aprovecharé que estás dormido para clavarte el aguijón del desconcierto". Siempre le gustó usar metáforas o frases rebuscadas. Le encantaba leer y quería sonar como un personaje de novela negra. No manches, solía reclamarle, por eso le caes gorda a la gente, por pretenciosa. Debo reconocer, eso sí, que soltaba las frases de una manera contundente, como si fuera la mujer fatal de una película en blanco y negro. Alta y delgada, lucía seductora hasta enfundada en unos jeans desgastados. Siempre me encantaba. Y yo a ella. Pero un día se cansó de mis borracheras, de mis trabajos eventuales y mal pagados, de mi inmadurez eterna. Simplemente se fue. Lo malo de las ausencias es que te dejan una plaga de recuerdos: miras abajo de la cama y allí están. Abres un libro y salta una foto como si fuera una cucaracha. Buscas en el clóset y allí está otro retazo de memoria. Enciendes la computadora y salta una carta. Barres atrás de la estufa y rueda un arete. No es fácil convivir con esas pequeñas alimañas que te carcomen el corazón, que te reavivan un suspiro junto al oído o una escena de amor en el sofá. Así que es mejor mudarte a otro departamento, para dejar atrás hasta las malas vibras. O llenar la cama con otros incendios, extinguirte en gemidos, y perfumar la sala con aromas femeninos.
* * *
Jacqueline encontró un día una tortuga en la Alameda. Distraídamente me senté junto a ella para fumar un cigarro. De pronto escuché que alguien murmuraba. Vi su perfil hermoso, sus labios pintados de ternura y sus ojos tristísimos. Me preguntó si sabía de una veterinaria cercana. Negué con la cabeza. La acompañé a buscarla. La mascota había sido abandonada y sufría de insolación. Así nos conocimos. Después salimos mucho, bebimos demasiado e hicimos el amor como dos desesperados. Un buen día se mudó a mi departamento. Se llevó consigo a la tortuga, que ya había bautizado como Soledad y que, según ella, tenía "unos ojos morenos hermosos", pero a mí la mirada de las tortugas siempre me pareció de flojera. En lo que sí estuve de acuerdo fue en que Soledad sonreía lento, "como deberían ser todas las sonrisas", decía Jacquelinne encantada. Lo que yo más disfrutaba eran las tardes lluviosas, con una taza de café y el humo del tabaco, mientras ella tomaba la guitarra y rasgueaba con una suavidad que me recordaba cuando me arañaba la espalda y musitaba desnuda su placer. "Debería llover cuatro años seguidos, como en Macondo", me dijo una noche mientras me abrazaba. Nunca me emocionó mucho García Márquez y a ella no le latía Bukowski. Éramos tan distintos y nos necesitábamos tanto. Es curioso, pero ya no la extraño. Finalmente no es más que una posdata y una canción. Fue mi delirio, pudo ser mi perdición. La imagino bebiendo sola, escuchando la lluvia, acaso cantando una rola tristísima, alimentando a su tortuga, platicando con las plantas, murmurando frente al espejo, maquillándose la tristeza, besando mi retrato, o soñando en technicolor con un hombre que la quiera más que yo. A lo mejor estoy equivocado y el único solitario acabo siendo yo. Cómo saberlo. Mejor evitar los recuerdos, aunque se aniden bajo la cama o encima del refrigerador. Por cierto, ella se fue y me debe todavía una canción de amor.
manualparacanallas@hotmail.com
"Estoy tratando de decirte que/ me desespero de esperarte,/ que no salgo a buscarte porque sé/ que corro el riesgo de encontrarte,/ que me sigo mordiendo las uñas del rencor,/ que te digo debiendo todavía/ una canción de amor", me escribió Jacqueline en una nota de despedida. Y yo sabía de qué se trataba. Era una de sus canciones favoritas y la conocimos con Los Rodríguez, pero después supimos que la habían escrito con Joaquín Sabina. Aquella noche que llegué a casa noté de inmediato su ausencia, pues aunque las luces estaban encendidas, no se percibía el aroma a cigarro. Ella sólo se llevó la ropa y su guitarra. "Después vengo por lo demás", advertía en una posdata. Los adioses siempre sabrán a cenizas y ron. Así que me serví un trago, me senté frente a la ventana y maldije los silencios que se agazaparon tras mi espalda. Jacqueline ya me había advertido que un buen día se largaría, "pero aprovecharé que estás dormido para clavarte el aguijón del desconcierto". Siempre le gustó usar metáforas o frases rebuscadas. Le encantaba leer y quería sonar como un personaje de novela negra. No manches, solía reclamarle, por eso le caes gorda a la gente, por pretenciosa. Debo reconocer, eso sí, que soltaba las frases de una manera contundente, como si fuera la mujer fatal de una película en blanco y negro. Alta y delgada, lucía seductora hasta enfundada en unos jeans desgastados. Siempre me encantaba. Y yo a ella. Pero un día se cansó de mis borracheras, de mis trabajos eventuales y mal pagados, de mi inmadurez eterna. Simplemente se fue. Lo malo de las ausencias es que te dejan una plaga de recuerdos: miras abajo de la cama y allí están. Abres un libro y salta una foto como si fuera una cucaracha. Buscas en el clóset y allí está otro retazo de memoria. Enciendes la computadora y salta una carta. Barres atrás de la estufa y rueda un arete. No es fácil convivir con esas pequeñas alimañas que te carcomen el corazón, que te reavivan un suspiro junto al oído o una escena de amor en el sofá. Así que es mejor mudarte a otro departamento, para dejar atrás hasta las malas vibras. O llenar la cama con otros incendios, extinguirte en gemidos, y perfumar la sala con aromas femeninos.
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Jacqueline encontró un día una tortuga en la Alameda. Distraídamente me senté junto a ella para fumar un cigarro. De pronto escuché que alguien murmuraba. Vi su perfil hermoso, sus labios pintados de ternura y sus ojos tristísimos. Me preguntó si sabía de una veterinaria cercana. Negué con la cabeza. La acompañé a buscarla. La mascota había sido abandonada y sufría de insolación. Así nos conocimos. Después salimos mucho, bebimos demasiado e hicimos el amor como dos desesperados. Un buen día se mudó a mi departamento. Se llevó consigo a la tortuga, que ya había bautizado como Soledad y que, según ella, tenía "unos ojos morenos hermosos", pero a mí la mirada de las tortugas siempre me pareció de flojera. En lo que sí estuve de acuerdo fue en que Soledad sonreía lento, "como deberían ser todas las sonrisas", decía Jacquelinne encantada. Lo que yo más disfrutaba eran las tardes lluviosas, con una taza de café y el humo del tabaco, mientras ella tomaba la guitarra y rasgueaba con una suavidad que me recordaba cuando me arañaba la espalda y musitaba desnuda su placer. "Debería llover cuatro años seguidos, como en Macondo", me dijo una noche mientras me abrazaba. Nunca me emocionó mucho García Márquez y a ella no le latía Bukowski. Éramos tan distintos y nos necesitábamos tanto. Es curioso, pero ya no la extraño. Finalmente no es más que una posdata y una canción. Fue mi delirio, pudo ser mi perdición. La imagino bebiendo sola, escuchando la lluvia, acaso cantando una rola tristísima, alimentando a su tortuga, platicando con las plantas, murmurando frente al espejo, maquillándose la tristeza, besando mi retrato, o soñando en technicolor con un hombre que la quiera más que yo. A lo mejor estoy equivocado y el único solitario acabo siendo yo. Cómo saberlo. Mejor evitar los recuerdos, aunque se aniden bajo la cama o encima del refrigerador. Por cierto, ella se fue y me debe todavía una canción de amor.
manualparacanallas@hotmail.com