Friday, September 22, 2006

Una posdata y una canción

Roberto Castañeda

"Estoy tratando de decirte que/ me desespero de esperarte,/ que no salgo a buscarte porque sé/ que corro el riesgo de encontrarte,/ que me sigo mordiendo las uñas del rencor,/ que te digo debiendo todavía/ una canción de amor", me escribió Jacqueline en una nota de despedida. Y yo sabía de qué se trataba. Era una de sus canciones favoritas y la conocimos con Los Rodríguez, pero después supimos que la habían escrito con Joaquín Sabina. Aquella noche que llegué a casa noté de inmediato su ausencia, pues aunque las luces estaban encendidas, no se percibía el aroma a cigarro. Ella sólo se llevó la ropa y su guitarra. "Después vengo por lo demás", advertía en una posdata. Los adioses siempre sabrán a cenizas y ron. Así que me serví un trago, me senté frente a la ventana y maldije los silencios que se agazaparon tras mi espalda. Jacqueline ya me había advertido que un buen día se largaría, "pero aprovecharé que estás dormido para clavarte el aguijón del desconcierto". Siempre le gustó usar metáforas o frases rebuscadas. Le encantaba leer y quería sonar como un personaje de novela negra. No manches, solía reclamarle, por eso le caes gorda a la gente, por pretenciosa. Debo reconocer, eso sí, que soltaba las frases de una manera contundente, como si fuera la mujer fatal de una película en blanco y negro. Alta y delgada, lucía seductora hasta enfundada en unos jeans desgastados. Siempre me encantaba. Y yo a ella. Pero un día se cansó de mis borracheras, de mis trabajos eventuales y mal pagados, de mi inmadurez eterna. Simplemente se fue. Lo malo de las ausencias es que te dejan una plaga de recuerdos: miras abajo de la cama y allí están. Abres un libro y salta una foto como si fuera una cucaracha. Buscas en el clóset y allí está otro retazo de memoria. Enciendes la computadora y salta una carta. Barres atrás de la estufa y rueda un arete. No es fácil convivir con esas pequeñas alimañas que te carcomen el corazón, que te reavivan un suspiro junto al oído o una escena de amor en el sofá. Así que es mejor mudarte a otro departamento, para dejar atrás hasta las malas vibras. O llenar la cama con otros incendios, extinguirte en gemidos, y perfumar la sala con aromas femeninos.

* * *

Jacqueline encontró un día una tortuga en la Alameda. Distraídamente me senté junto a ella para fumar un cigarro. De pronto escuché que alguien murmuraba. Vi su perfil hermoso, sus labios pintados de ternura y sus ojos tristísimos. Me preguntó si sabía de una veterinaria cercana. Negué con la cabeza. La acompañé a buscarla. La mascota había sido abandonada y sufría de insolación. Así nos conocimos. Después salimos mucho, bebimos demasiado e hicimos el amor como dos desesperados. Un buen día se mudó a mi departamento. Se llevó consigo a la tortuga, que ya había bautizado como Soledad y que, según ella, tenía "unos ojos morenos hermosos", pero a mí la mirada de las tortugas siempre me pareció de flojera. En lo que sí estuve de acuerdo fue en que Soledad sonreía lento, "como deberían ser todas las sonrisas", decía Jacquelinne encantada. Lo que yo más disfrutaba eran las tardes lluviosas, con una taza de café y el humo del tabaco, mientras ella tomaba la guitarra y rasgueaba con una suavidad que me recordaba cuando me arañaba la espalda y musitaba desnuda su placer. "Debería llover cuatro años seguidos, como en Macondo", me dijo una noche mientras me abrazaba. Nunca me emocionó mucho García Márquez y a ella no le latía Bukowski. Éramos tan distintos y nos necesitábamos tanto. Es curioso, pero ya no la extraño. Finalmente no es más que una posdata y una canción. Fue mi delirio, pudo ser mi perdición. La imagino bebiendo sola, escuchando la lluvia, acaso cantando una rola tristísima, alimentando a su tortuga, platicando con las plantas, murmurando frente al espejo, maquillándose la tristeza, besando mi retrato, o soñando en technicolor con un hombre que la quiera más que yo. A lo mejor estoy equivocado y el único solitario acabo siendo yo. Cómo saberlo. Mejor evitar los recuerdos, aunque se aniden bajo la cama o encima del refrigerador. Por cierto, ella se fue y me debe todavía una canción de amor.


manualparacanallas@hotmail.com

Saturday, September 02, 2006

Desfiladero
Jaime Avilés
Urge una clínica de odio

- Material explosivo usado para dominar y destruir a los de abajo

- La propaganda panista inoculó ese veneno en el cuerpo del país

- ¿Poner la otra mejilla? No: entender el fenómeno y superarlo

Desde el Zócalo, a las cuatro de la tarde, empiezo a dictar estas líneas con profundo dolor. Y todo porque anoche propuse la organización de una clínica de odio con excesivo énfasis.

¿Qué es una clínica de odio? No sé cómo definirla, pero trataré de ofrecer algunas ideas. En noviembre de 1999, asistí a la inauguración de un pequeño bar en la colonia Condesa, y desde entonces adquirí la costumbre de pasar por allí dos o tres veces por semana convirtiendo ese establecimiento en uno de mis centros periodísticos de operación. Pero después del 2 de julio, un sábado a medianoche, me dejé caer por ahí y pedí un trago antes de irme a la cama. El encargado del changarro, que me lo sirvió, me dijo: "López ya debería irse a vivir a Venezuela".

"No te insultes a ti mismo hablando como lector de ese pasquín salinista que regalan en la calle. Por lo menos dile López Obrador", le contesté apretando el estómago de furia. "Mejor lárgate y ya no regreses nunca, aquí ya no vamos a dejar entrar a nacos como tú", fue su respuesta y su inapelable sentencia. Por fortuna estaba sobrio.

¿En qué momento se instaló el odio entre nosotros? Hoy en día todo el mundo conoce anécdotas de personas que se liaron a golpes porque una llevaba el moñito tricolor en la solapa o una cartulina pegada al vidrio del coche con una leyenda de "repudio total al fraude de Fecal", en tanto que la otra ostentaba en el vidrio trasero de su vehículo el muñequito de AMLO creado por Hernández, pero adulterado por el vengativo mensaje de: "sonríe, no gané".

El domingo pasado en el Zócalo un camarógrafo mexicano de CNN llegó tarde a la asamblea informativa de las 11 de la mañana y no encontró sitio en la primera fila del palco de prensa. De nada le valieron sus ruegos, nadie le abrió un lugar. Colérico, tuvo que irse hasta atrás y abrió un banquito desplegable para subirse y tener un mejor ángulo de la situación que más tarde sería vista durante 20 segundos cuando mucho en millones de pantallas domésticas del mundo. Desconocedora de su trascendental misión, la gente que estaba detrás de él le pidió que se bajara, a lo que el sujeto respondió gritando: "Ojalá que ya venga la PFP y los mate a todos, y a ver quién los graba, pinches indios".

¿Qué es el odio? ¿Cuál es su fisiología? ¿En qué zona del cerebro se origina, qué tipo de neuronas entran en acción cuando nublan nuestra inteligencia? Estas son preguntas que deben responder los expertos. Lo cierto, sin embargo, es que el odio actúa como una enfermedad, esto es, como un agente que se introduce en nuestro organismo y lo empieza a dañar, a destruir.

El odio aumenta la presión arterial, contribuye al endurecimiento de las arterias, eleva el riesgo de ataques cardiacos, irrita las cuerdas vocales porque nos obliga a alzar la voz sin tener la garganta preparada para ello; afecta nuestros pulmones porque nos cambia súbitamente el ritmo de la respiración, pero, sobre todo, fundamentalmente, golpea en el aparato digestivo.

Cuando el odio nos asalta se nos endurece el estómago, se nos inflama el intestino grueso, lo que se transforma en un padecimiento crónico llamado colitis (no hace falta explicar que ésta sobreviene cuando se hincha cualquiera de los tres segmentos del colon), que llevado a límites extremos pueden desencadenar una apendicitis y si ésta no es atendida a tiempo, un estallido de la víscera con el consiguiente derrame de excrecencias dentro del vientre que ocasiona una septicemia en muchos casos mortal.

Además, el odio altera el apetito, aumentándolo o reduciéndolo y exacerbando el consumo de alcohol y tabaco, entre otras drogas. Sin meternos a ponderar otras cuestiones como diarreas y estreñimientos que igualmente pueden derivarse del hecho mismo de odiar, estamos ante un cuadro de signos y síntomas que desde luego constituyen una enfermedad.

La herramienta del PAN

A falta de carisma personal, oferta política atractiva o capacidad para generar esperanzas entre el pueblo, el candidato presidencial de la derecha entró a la contienda esgrimiendo la herramienta del odio como recurso supremo. En un acto de irresponsabilidad que lo descalifica por completo para ejercer cualquier cargo de elección popular, Felipe Calderón trajo desde las catacumbas españolas del franquismo a un especialista en odio llamado Antonio Solá. Este le vendió la receta al Partido Acción Nacional, a las televisoras, a los empresarios y al "gobierno" de Vicente Fox. Todos contribuyeron a desplegar con ilimitados recursos la asombrosa campaña propagandística que inoculó el veneno del odio en este país.

Ahora, millones de mexicanos estamos enfermos de odio, odiamos y somos odiados, y no estamos reflexionando con la suficiente seriedad al respecto. Yo odio, tú odias, él odia, nosotros odiamos, ustedes odian, y en uno y otro bandos de la confrontación política todos percibimos por igual que ellos nos odian.

¿Yo me odio, tú te odias, él se odia? Sí, nosotros nos odiamos, nos obligaron a odiarnos, tuvieron la habilidad de dividirnos sin importarles que fuéramos ciudadanos independientes o militantes de cualquier partido político, se colocaron por encima de nosotros para dominarnos a placer.

Hay quienes todavía no se dan cuenta del material explosivo que están manejando. Uno de ellos, faltaba más, es Calderón. La frase que a últimas fechas más le gusta pronunciar en público dice: "Gané, pésele a quien le pese, y duélale a quien le duela". Pero ayer se superó a sí mismo innovando lo siguiente: "Gané voto por voto y casilla por casilla". Eso es una provocación que no puede venir de nadie, pero mucho menos de él. ¿De quiénes se está burlando y en nombre de quiénes lo hace y para qué?

Nada más lejos de estas notas que la intención de poner o llamar a poner la otra mejilla para iniciar una reconciliación nacional. Lo que se necesita es otra cosa: una clínica de odio, el concurso de un conjunto de especialistas en diversos dolores del cuerpo y del alma que nos enseñen y ayuden a sacar el odio de nuestro organismo, a impedir que ese veneno siga siendo usado por los de arriba para dominar y destruir a los de abajo. Hay que hacerlo, y pronto. Anoche por ejemplo, en una concurrida taberna donde había gente de cine, de prensa y de la vida universitaria, el ruido de las voces y los vasos se mezclaba con el estruendo de las fichas de dominó y las carcajadas de quienes se la estaban pasando de pelos. Pero el tema de la política estaba presente en todas las conversaciones.

Un mesero, joven y simpático, que vive muy lejos de ese lugar y que votó por Andrés Manuel ahora lo odia porque debido al plantón de Reforma todo el dinero que gana lo gasta en el taxi que lo lleva a su casa en lugar del pesero que tomaba antes. Cuando una muchacha le pagó con su tarjeta de débito y el uniformado fue a la caja a plancharla, y regresó con la mala noticia de que no tenía dinero, se la aventó a su clienta con un gesto despótico y le dijo: "Que te la llene López Obrador". Y poco faltó para que los acompañantes de la joven le sacaran los ojos por el insulto.

En otra mesa un grupo de estudiantes comentaba que había sido todo un éxito el concierto del miércoles en el estadio de beisbol de la UNAM, donde los asistentes, que en el mejor momento llegaron a ser 15 mil, reunieron media tonelada de productos para el centro de acopio del campamento en Reforma, y criticaron la postura del secretario de rectoría, José Narro, quien trató de impedir la realización del evento. Mientras ellos hablaban de eso, el conflicto entre la muchacha de la tarjeta y el mesero furibundo seguía subiendo de tono y luego se apagó, lo que por mi parte me hizo pensar en el asunto de la clínica de odio y al ver a un querido amigo sentado con otros dos a tres pasos de mí fui a saludarlo y le expuse la idea. "Creo que tenemos que empezar a trabajar el problema del odio con mucha seriedad", le dije, y agregué indebida, innecesariamente: "Pero lo que no podemos hacer es olvidar la responsabilidad social de Calderón y los panistas que metieron el odio entre nosotros". No lo hubiera dicho.

Uno de los amigos de mi amigo me volteó a ver con ojos de fuego y me fulminó con estas palabras: "Ahora nomás falta que también acusen a Calderón de eso, van a decir que el odio empezó con los espots, no nos hagamos pendejos, lo empezaron ustedes". Y en ese instante el odio se apoderó de mí y cerrando el puño comencé a golpear la mesa gritando una por una algunas de las propuestas más atractivas de la campaña electoral de López Obrador: "¿Sembrar 3 millones de cedros genera odio? ¿Construir un tren bala del DF a las fronteras produce odio? ¿Pagarle un salario social a todos los ancianos genera odio?" El estruendo provocado por el énfasis de las palabras hizo que la gente de las mesas vecinas se pusiera de pie y que mi amigo se enfrascara en una horripilante discusión a gritos con el que acababa de recibir mi filípica. Yo sólo alcanzaba a escuchar a mi amigo que decía: "¿Sabes quién es él, sabes quién es él?" Media hora después, apaciguados los ánimos, mi amigo nos presentó diciendo mi nombre y el del otro sujeto, y éste a boca de jarro me contó una anécdota alucinante: "En 1982, tú eras candidato a diputado, luchabas por la legalización de la mariguana y organizaste una tocada de rock en la colonia San Simón, pero la delegación quitó la luz para sabotearte y una persona te ofreció conectar un cable de 50 metros hasta el enchufe de su casa. Esa persona era yo".

Incluso al calor de la lucha contra el golpe de Estado y el fraude electoral, urge una clínica de odio antes que sea demasiado tarde.